sábado, 23 de julio de 2016

Europa reacciona al yihadismo deteniendo a los ultraderechistas

Candela Sande - Europa, que se ha definido por su lucha de la fe cristiana contra el empuje musulmán, no solo no contiene al secular enemigo sino que le invita a instalarse en sus sociedades. Y se autodestruye con un extraño a sí misma. ¿Hay alguna esperanza?

A la policía alemana le ha faltado tiempo para reaccionar a la atroz ola de violencia yihadista de estas semanas pasadas con una operación que ha llevado a la detención de unos sesenta alemanes que mantenían posiciones intolerablemente xenófobas en redes sociales. Palabra.

Parece una broma macabra, pero no es un caso aislado. Hace poco hemos sabido que la policía alemana no solo ocultó inicialmente los asaltos sexuales masivos en varias ciudades del país la pasada Noche Vieja, sino que cuando al fin se vio obligada a confesar, mintió.

Hoy sabemos que los asaltantes solo en la ciudad de Colonia fueron más de mil, todos ellos de origen norteafricano o mediooriental, de los que solo se ha identificado de 150. De los asaltos en otras ciudades ni siquiera informó, asegurando a los medios que las celebraciones se habían producido sin incidentes.

Los seres humanos, recordaba Nietszsche, rara vez enloquecen, pero la sociedades, a menudo. Estamos en uno de esos momentos, y la enfermedad mental que nos aqueja colectivamente es especialmente grave porque afecta y desactiva nuestro instinto primario, el de conservación.

Pero es difícil describir la locura desde la locura. La familiaridad embota la capacidad de ver con claridad, y la claridad exige cierto distanciamiento, mirar desde fuera. Caldalso comprendió esto y, para subrayar y hacer ver los absurdos de su sociedad imaginó en sus ‘Cartas marruecas’ la correspondencia de un remoto viajero que viera por primera vez la España de aquel tiempo. 

Por eso les voy a proponer un experimento, pero no será tanto de lejanía geográfica como temporal. Les voy a pedir que imaginen que son estudiantes de Historia en el siglo XXII y les toca estudiar los sucesos en Europa durante la turbulenta segunda década del siglo anterior, nuestros días.

El Continente, que se ha creado y definido por su lucha de la fe cristiana contra el empuje musulmán, no solo ha dejado de contener al secular enemigo sino que le invita a instalarse en sus sociedades en enormes números. Increíblemente próspero e inmerso en el más largo periodo de paz de su historia, ha dejado de tener hijos, con lo que su población empieza a menguar y envejecer. (Europa se desangra y si no muere es por la transfusión migratoria musulmana) 

Esto, que es fatal para cualquier civilización, lo es especialmente para una cuyo modelo económico se basa en que los jóvenes que producen sufraguen las necesidades de los viejos que han dejado de hacerlo y de muchos otros grupos pasivos que no paran de multiplicarse. La solución es importar población del Tercer Mundo, en su abrumadora mayoría, musulmana.

Habiendo acabado con el cristianismo de la población autóctona, las élites tratan de convencerse de que sucederá otro tanto con la fe de los recién llegados.

La nueva fe de Europa consiste en un curioso hiperindividualismo que quiere abolir la naturaleza y cualquier distinción.

La verdad la define cada cual, y así un señor con barba de leñador del Canadá y cuerpo a juego será mujer si así lo proclama; el producto de la gestación será un bebé desde el primer momento al que se le hará escuchar música de Mozart en el vientre materno o un amasijo de células hasta el último segundo al que se puede liquidar con los parabienes de la sociedad; dos hombres o dos mujeres se van a vivir juntos y pueden recibir el nombre legal de matrimonio; un argelino recién nacionalizado, que apenas habla francés, trata solo con compatriotas y no se cansa de maldecir su país de acogida es tan francés como un François con veinte generaciones en el Poitou. Y así sucesivamente.

Curiosamente, esa imaginativa licencia que se permite al individuo para definir la realidad coexiste con una intervención creciente de los poderes públicos en todas las demás esferas de la vida personas, desde la educación de los hijos a poco de nacer hasta el último euro que uno gane y por el que debe tributar inflexiblemente. El europeo del siglo XXI está siempre controlado, vigilado y sometido a una mirada de regulaciones.

Poseídos de un extraño autoodio y queriendo anular las lealtades locales para crear un megaestado, ven con agrado la paulatina islamización de sus sociedades y tratan de adormecer el instinto de supervivencia de los nativos con una propaganda omnímoda que censura, oculta y reprime las malas noticias -todos los ejemplos de incompatibilidades culturales, de aumento exponencial de determinados delitos, de violencias y atentados– e incluso castiga la exposición de la verdad evidente.

El milagro, naturalmente, no se produce, los musulmanes no solo no se integran sino que actúan con plena consciencia de grupo, exigiendo cada vez más concesiones a sus anfitriones. En su abrumadora mayoría, no compran el nihilismo que les vendemos.

Si no sucedió igual con los cristianos fue porque a nosotros el veneno se nos inoculó despacio, en dosis que se han alargado más de dos siglos, y que no podíamos ver la conclusión.

Los musulmanes, en cambio, ven horrorizados a qué extremos de disolución social llega nuestro dogma suicida y se resuelven violentamente contra él.

No les voy a contar cómo acaba la historia. No lo sé. Sé que nuestra tasa de fertilidad está en unos niveles a partir de los cuales no se ha recuperado ninguna civilización en la historia. Sé también que el de la modernidad es un experimento agotado, exhausto, que no puede ir mucho más allá.

Sé que hay algo parecido a una revuelta silenciosa de la gente, que empieza a despertar, a comprender que sus élites conspiran contra ellos, que los medios y los políticos les mienten sistemáticamente.

Más allá, no podría decirles.

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